Por Héctor Brondo (*)

No es común ver a un arzobispo abrazando hospitales públicos ni implorando en una plaza entre pancartas y sillas de ruedas. Pero esta vez, la Iglesia Católica decidió sacudirse el polvo de los templos y meter los pies en el barro. Ángel Rossi, el cardenal jesuita que suele hablar en voz baja pero con profunda convicción, eligió estar ahí donde duele. En el corazón del vapuleado sistema de salud cordobés y frente a una Catedral que la semana pasada no fue refugio del silencio, sino caja de resonancia del grito social.

El gesto no es ingenuo. Tampoco aislado. Forma parte del Jubileo de la Esperanza, pero en realidad parece una respuesta terrenal a un infierno que avanza: hospitales colapsados, trabajadores de la salud que resisten a duras penas, personas con discapacidad que mendigan derechos básicos y un Estado -provincial y nacional- empecinado en hundir el filo del ajuste donde más sangra. Frente a ese escenario espantoso, la Iglesia decidió no mirar desde el púlpito. Bajó. Caminó con los desatendidos. Y se hizo escuchar.
Frente a ese escenario espantoso, la Iglesia decidió no mirar desde el púlpito. Bajó. Caminó con los desatendidos. Y se hizo escuchar.
Al hueso
Rossi no usó palabras altisonantes, pero fue llano: “la Iglesia tiene la obligación de acompañar, sobre todo a los más cascoteados por la vida”. Una frase que no necesita traducción. Los cascoteados están en la calle, no en las madrigueras financieras ni en los sitios de confort.
Y mientras Córdoba se sacude desde adentro, en Buenos Aires, la Conferencia Episcopal Argentina lanzó un mensaje con un destinatario inequívoco, aunque sin pronunciar su nombre ni apellido: “Las personas con discapacidad no pueden esperar”. Lo firmaron los obispos, pero el receptor fue claro: el presidente Javier Milei, quien, con motosierra en mano, no distingue entre gasto y urgencia, entre despilfarro y dignidad.
La Iglesia, en muchas ocasiones acusada de tibia o calculadora, parece decidida esta vez a ponerse el sayo de los pobres. No quizá por nostalgia del Evangelio, sino por imperativo de la justicia social y terrenal.
En tiempos donde la crueldad se volvió doctrina, la cruz vuelve a la calle. Y, aunque no lo parezca, eso incomoda a los cínicos más que cualquier arenga pronunciada entre muros sagrados.
(*) Periodista