Por Héctor Brondo (*)

El fallo de la Corte Suprema de Justicia que confirmó la condena a Cristina Fernández de Kirchner, imponiéndole seis años de prisión y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, es un acontecimiento sin precedentes en la historia judicial argentina. Y no lo es tanto por la magnitud de la pena convalidada, sino por la forma en que se tomó la decisión: de manera unánime, pero con una composición inédita de un (micro) Tribunal inapelable, compuesto por solo tres miembros, el menos numeroso del mundo. Este hecho, más que una resolución jurídica, debe leerse en un contexto estrictamente político. La escasa cantidad de jueces no es un detalle administrativo; es un factor que inevitablemente reduce el rigor de la pluralidad judicial y otorga un tinte ideológico a la decisión.
Subordinación
El dictamen del triunvirato no se sustenta únicamente en la jurisprudencia; en este caso, la interpretación del derecho parece subordinada a las necesidades del momento político.

La declaración de los jueces sostiene que el proceso fue “salvaguardado” y que no hubo violaciones a las garantías constitucionales. Sin embargo, este argumento se diluye cuando se observa el contexto de una Argentina atravesada por polarizaciones extremas. La resolución parece más un mensaje dirigido al electorado y a la clase política que un análisis profundo de las pruebas (inexistentes para unos, abundantes para otros) que involucran a la ex presidenta en casos de corrupción.
Acto político
Como se mencionó, el carácter “inédito” de la sentencia radica menos en la severidad de la pena que en su configuración como un acto político, más que jurídico, que desafía la tradición de la Corte Suprema como garante imparcial del orden constitucional. La ratificación de la condena parece responder a un cálculo que va más allá de la legalidad, pues refuerza un discurso de “justicia” que, lejos de calmar las tensiones sociales, las avivará aún más.
El impacto de esta decisión se proyecta como un hito de la política argentina contemporánea, donde las decisiones judiciales se perciben como instrumentos de lucha ideológica.
En los pasillos de la desprestigiada Justicia argentina se recordó por estas horas candentes que el actual presidente de la Corte, Horacio Rosatti (quien se votó a sí mismo para el cargo), fue intendente peronista de Santa Fe entre 1995 y 1999. También se señaló que el primer cargo público de Ricardo Lorenzetti en el Poder Judicial fue el de juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (sí, como se lee), y que el tercero en discordia, Carlos Rosenkrantz, fue originalmente designado “a dedo” por el entonces presidente Mauricio Macri, de quien fue asesor y abogado de sus empresas.
Así las cosas, con la ex presidenta fuera del escenario electoral y en camino a prisión, el impacto de esta decisión se proyecta como un hito de la política argentina contemporánea, donde las decisiones judiciales se perciben como instrumentos de lucha ideológica. Y es que, para algunos, la sentencia representa la justicia; para otros, la persecución política que marca un quiebre en la separación de poderes.
(*) Periodista.